La
verdad que nos libera es aquella que preferiríamos no oír. La verdad es
dulce y amarga; cuando es dulce consuela y perdona; cuando es amarga
cura, decía San Agustín. Pascal expresaba que la verdad es útil y
desventajosa; útil para quien la escucha, desventajosa para quien la
dice porque lo hace odioso. El temor a decir la verdad equivale a
hacerse cómplice de las inconductas.
El precio a pagar por
decir la verdad es el rencor y la enemistad. Es un error afirmar que no
toda verdad se dice, que depende de las circunstancias decirla. En la
verdad y falsedad descubiertas, hay que inclinarse siempre por la
verdad, ya que de no hacerlo convertiría a la mentira en dueña absoluta
de nuestros actos. La verdad no se relativiza porque pierde su
esencia, de ser siempre la misma en cualquiera de sus partes.
El
mayor enemigo de la verdad es lo verdadero. Hay verdades que duelen.
¿Cómo puede alguien ser moralista sin poseer los valores morales? ¿Se
puede ser cristiano cerrándose al perdón? ¿Un cristiano que ama a su
prójimo puede odiar y despreciar? ¿Un creyente que proclama la vivencia
Dios, puede vivir sumergido en el chisme y la intriga?
Por
esto, pocos cristianos llegan a experimentar el gran acontecimiento de
la conversión. La conversión verdadera a Dios se ha de considerar el
gran acontecimiento, el gran suceso en la vida de una persona. La
verdadera conversión se manifiesta en la conducta. Los deseos de
mejorar se han de expresar en todo lo que hagamos.
El proceso
de conversión se inicia cuando nuestro corazón siente la absoluta
necesidad de Dios, para encontrar el verdadero bien, y los valores que
den un sentido pleno a nuestra vida. La conversión no solo es un
sentimiento moral de culpabilidad. Convertirse significa despojar el
corazón: de todo apego, de todo prejuicio, de toda riqueza, de toda
voluntad de dominio. Lo decisivo para traer la paz al mundo es nuestra
conducta diaria. Estar en paz consigo mismo es el medio más seguro de
comenzar a estarlo con los demás.
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