Su dislexia le valió varios castigos a los siete años y quedarse sin leer ni escribir hasta que se jubiló.

Más allá de toda previsión, su negocio tuvo muchísimo éxito.
Comenzó
a vivir una doble vida: una, la del triunfante hombre de negocios que
le daba trabajo a cuarenta personas. La otra, la del hombre torturado
por la ceguera cultural.
Jeff Pearce es un empresario británico que hizo millones, sin saber leer ni escribir.
Dislexia
Comenzó cuando niño, vendiendo ropa de segunda mano en Liverpool y el noroeste de Inglaterra.
La
madre comenzó a llevarlo a los mercados donde ella trabajaba para que
realizara pequeñas tareas y ganara así algo de dinero, porque debía
alimentar a cinco hijos y mantener a un marido alcohólico.
Esto
era al margen de la escuela, donde Pearce era víctima de la ignorancia
y el desconocimiento que reinaban en los '60 respecto a la dislexia.
"Palabras
simples como 'gato' yo no las podía aprender. Las leía y después de
diez minutos las deletreaba al revés. La profesora creía que
sencillamente era necio y quería hacerme el chistoso, todo porque los
chicos se reían. Me ponían un gorro y me dejaban mirando hacia la
pared", le cuenta Pearce a la BBC.
Doble vida

Toda una vida marcada por estragos de la dislexia fue a parar en un libro publicado por Penguin.
Durante toda su vida tuvo que esconder lo que consideraba como un vergonzoso secreto.
Para ocultar su analfabetismo necesitó varios trucos y la ayuda de su fiel esposa, Gina.
Cuando
tenía una reunión de negocios, ella lo acompañaba, y cuando llegaba la
hora de llenar algún formulario, ella lo salvaba diciendo: "no se
preocupen por esto... ustedes sigan hablando mientras yo lo hago", y se
lo pasaba cuando sólo faltaba firmar.
Pero eso no era suficiente, pues viviendo una vida de millonarios, se codeaban con contadores, abogados y empresarios.
Y eso implicaba, llevar una vida social.
Cuando salían a comer con amigos, y llegaba el menú, Gina volvía a ser indispensable.
"Ah! Mira Jeff, aquí venden la carne que te gusta... ¿por qué no pides eso?", decía.
Habría dado todas mis riquezas en ese momento por ser capaz de leerles un cuento a mis niñas
Jeff Pearce, empresario británico retirado
Y se hacía cargo de la lista de vinos, diciendo: "Jeff es terrible a la hora de elegir un vino, de manera que lo hago yo".
Pero
todo se vino abajo cuando una de sus hijas, una noche, le pidió que
leyera un cuento antes de dormirse. "Traté de inventar la historia a
partir de las ilustraciones, pero una de ellas se dio cuenta y me dijo
que no fuera tonto, que yo no sabía leer".
Él
insistió en que sí sabía: pero la niña lo había desenmascarado. Pearce
dio las buenas noches, bajó las escaleras y se puso a llorar.
"Habría dado todas mis riquezas en ese momento por ser capaz de leerles un cuento a mis niñas", dice Jeff.
Vida de estafador
Por
una parte, Pearce vivía lo que define como el sueño: una casa en la
ciudad, automóviles, una casa de campo con establos, caballos y ganado,
dinero a manos llenas.
Pearce
comenzó a vivir una doble vida: una, la del exitoso empresario que daba
trabajo a cuarenta personas. La otra, la del hombre torturado por la
ceguera cultural.
Pero
se sentía como un estafador. Al abandonar la escuela, la profesora le
dijo que nada le iba a salir bien en la vida, que era un desperdicio y
que había sido una pérdida de tiempo enseñarle.
"Esas
palabras me acompañaron siempre. Sentía que era un fraude, que nadie
que no pueda escribir su nombre podía ser millonario como yo", señala
Pearce.
Sin embargo, 1992 se constituiría
en su punto de inflexión. La recesión económica golpeaba duro y el
banco lo llamó para decirle que no podía seguir auxiliándolo con
préstamos.
Pearcelo perdió todo de la noche a la mañana.
"Me
senté en la cama, al borde del suicidio y pensé que era mi castigo por
ser un estafador: le había dado una vida regalada a mi familia y, de
pronto, se la había quitado de debajo de los pies".
La vida nueva

Jeff Pearce recién casado con Gina, una compañera que le resultaría absolutamente indispensable.
Pearce volvió a los mercados a comenzar desde cero.
Diez
años más tarde, se había recuperado y su imperio comercial estaba
nuevamente de pie, con unos enormes almacenes en Liverpool.
"Esa vez ya no me sentí un fraude", dice Pearce, "porque recibí un reconocimiento en el trofeo de Minorista Destacado del Año".
Pearce
confiesa que, esa noche, de vuelta al hotel donde estaba alojado con su
mujer e hijas, en el taxi decidió confesarle a estas últimas su
analfabetismo.
Las hijas, ya grandes,
recordaban algo muy extraño de la infancia. El papá las sacaba los
domingo, tal como otros papás hacían con sus hijos, a comprar golosinas
a una tienda.
Pearce también compraba los
periódicos del día, al igual que hacían los otros padres, sólo que
ellas creían recordar que su papá tenía la costumbre de botarlos a
algún basurero cuando no había nadie mirando.
El millonario analfabeto esperó todavía algún tiempo, hasta estar retirado de los negocios, para aprender a leer y escribir.
Hoy
planea recorrer escuelas, liceos y universidades para alentar a
cualquier alumno en su situación e instarlo con su ejemplo a
proyectarse un futuro.
Y ahora ha
publicado un libro con la historia de su vida, el que llamó A Pocketful
of Holes and Dreams (Un bolsillo lleno de agujeros y sueños).